Elena Lucrezia Cornaro Piscopia dominó las Humanidades y las Ciencias en el siglo XVII consiguiendo su título en Filosofía tras negarle la Iglesia que accediera al de Teología.
La vida de Elena Cornaro Piscopia en la Venecia del siglo XVII daría para una buena serie de televisión en la actualidad, dicen en elpais.com. Y no es para menos, su madre era una campesina pobre pero en realidad fue la tercera hija de la relación de su padre, un acomodado procurador, con su amante.
Al ser hija ilegítima según las leyes venecianas, no tenía derecho a ningún privilegio noble, pero su inteligencia y sus ganas de aprender le sirvieron para abrirse camino en la vida: aprendió hasta siete idiomas (latín y griego los hablaba a los siete años), tocó varios instrumentos musicales y fue una reconocida concertista y compositora, se convirtió en experta de materias tan dispares como astronomía, filosofía, teología y matemáticas, y hasta hizo un voto de castidad a los 14 años llegando a tomar los hábitos como oblata benedictina aunque sin llegar a ser monja.
El conocimiento y la caridad fueron los pilares de la vida de esta mujer, así que, como Italia estaba más avanzada que el resto de Europa y ya había mujeres que estudiaban ciencias y matemáticas en la universidad, la joven, que había sido capaz de debatir y desarmar a los teólogos más insignes, optó por el doctorado en Teología. Sin embargo, tropezó con la intransigencia de una Iglesia que le negó ese derecho porque una mujer no podía enseñar a los monjes, así que, por este motivo, tuvo que decantarse por el doctorado en Filosofía.
Tal fue la expectación de su examen que tuvo que trasladarse del salón de actos de la Universidad de Padua a la Catedral, pero su exposición sobre ‘El Análisis y la Física de Aristóteles’, en latín clásico, fue tan brillante que lo que iba a ser una votación secreta se transformó en una ovación pública y Elena Cornaro Piscopia se convirtió en la primera mujer de la historia en recibir un doctorado universitario.
Pero hasta llegar ese momento Elena tuvo que atravesar un largo camino, en su caso no demasiado tortuoso gracias a la privilegiada posición de su padre, que le permitió tener los mejores profesores y acceder a todos los conocimientos. Elena Lucrezia Cornaro Piscopia nació en Venecia el 5 de junio, de 1646. La condición laboral de su progenitor, Giovanni Battista, que llegó a ser el tesorero de San Marcos, le permitió residir en la plaza del mismo nombre de la ciudad de los canales.
En 1665 Elena Cornaro Piscopia tomó los hábitos de la orden oblata benedictina, aunque sin convertirse en monja por la negativa de su padre, pero desde ese momento quedó muy unida para siempre a todo lo religioso y espiritual. Por si fuera poco, también tradujo libros, como el ‘Colloquio di Cristo nostro Redentore all’anima devota’, del monje cartujo Giovanni Laspergio, del español al italiano, en 1669.
Cuando la fama de Elena comenzó a extenderse, aparte de disfrutar de encuentros con personalidades y sabios de toda Europa con quienes debatía, fue invitada a formar parte de numerosas sociedades de eruditos y, de esta forma, en 1670, con 24 años, fue elegida presidenta de la sociedad veneciana Accademia dei Pacifici.
El 25 de junio de 1678 Elena Lucrezia Cornaro Piscopia defendió su tesis doctoral, aunque tuvo que hacerlo en la catedral al no poder acoger el salón de actos de la universidad a todo el público que quiso estar presente en esa jornada histórica. El calificado como legendario discurso de Elena no defraudó y los miembros del comité evaluador, a pesar de que tenían previsto emitir una votación secreta, no se resistieron a evidenciar su voto positivo en voz alta ante todos los asistentes y concederle los títulos de Maestra y Doctora en Filosofía.
El profesor Rinaldini le entregó la insignia de doctora y el libro de filosofía, le colocó la corona de laurel en la cabeza, el anillo en su dedo y la muceta de armiño sobre sus hombros. Tenía 32 años. Esta tradicional escena universitaria está plasmada en la Ventana Cornaro, ubicada en el ala oeste de la Biblioteca Thompson Memorial de la Universidad Vassar en Nueva York.
Falleció un 26 de julio de 1684, con 38 años de edad, víctima de tuberculosis. A pesar de su juventud había adquirido suficiente reconocimiento internacional como para ser recordada por su amor al conocimiento y a la divulgación, además de abrir un camino para las mujeres que quisieron acceder a la universidad y obtener el título de doctoras.
Recibió sepultura en la Basílica de Santa Giustina de Padua. Como homenaje a su labor, le realizaron servicios funerarios en Venecia, Padua, Siena y Roma. Los escasos escritos suyos que se conservan fueron publicados en 1688 y son, principalmente, discursos académicos, traducciones y tratados religiosos. En 1895, la abadesa de las benedictinas inglesas de Roma abrió su tumba y colocó sus restos en un nuevo ataúd, poniendo en la tumba una placa conmemorativa.
La joven dejó claro que el respeto se ganaba gracias al conocimiento, pero ese camino que ella inició en la universidad volvió a llenarse de obstáculos para las mujeres durante décadas. El dato de que hasta 300 años después la Universidad de Padua no volvió a conceder un doctorado a una mujer lo dice todo.